La ley 21.094 constituye un avance muy grande en materias regulatorias, pero también en orientaciones sobre lo que es y debe ser una Universidad del Estado. Dicha ley fue el marco que nos ha permitido avanzar en la elaboración de nuevas normas de gobierno universitario, particularmente, en los temas que remiten a funciones de autoridades unipersonales y colegiadas, participación e inclusión, dejando atrás estatutos orgánicos creados en contextos y condiciones muy distintas a las actuales. Sin embargo, pese a esos avances, dicha ley no refiere de forma sustantiva al rol que tendrá el Estado para con sus casas de estudios, particularmente en cuestiones relativas a nuevo trato y financiamiento.
Las políticas de financiamiento son fundamentales para que las universidades del Estado puedan cumplir con las obligaciones que nos exige la nueva ley. Sin embargo, en el actual escenario, es cada vez más difícil sostener una docencia de excelencia, investigación inter y transdisciplinaria, vinculación con el medio pertinente y con impacto social relevante, además de una adecuada profesionalización de la gestión de los procesos administrativos, porque su financiamiento no está garantizado.
El desarrollo de todas estas actividades exige un Estado comprometido con sus universidades, que garantice mediante un presupuesto adecuado y suficiente su quehacer, implemente adecuados mecanismos de rendición de cuentas y nos permita colaborar de manera real con la promoción social y el desarrollo económico y social del país. Un Estado que no nos haga competir por recursos para la investigación, infraestructura o para el mejoramiento de las condiciones de operación, y que promueva la asociatividad entre entidades destinadas a cooperar para crecer sostenidamente.
¿Dónde reside nuestra esperanza de que esto pueda cambiar? En el texto borrador de la Nueva Constitución se encuentran algunas propuestas sugerentes, pues en ella se define a la educación como un derecho de las personas que debe ser garantizado por el Estado de forma “primordial e ineludible”, indicando además que la educación “se regirá por los principios de la cooperación, no discriminación, inclusión, justicia, participación, solidaridad, interculturalidad, enfoque de género y pluralismo…”
En el mismo texto se enfatiza que el “Estado deberá articular, gestionar y financiar un Sistema de carácter laico y gratuito, compuesto por establecimientos e instituciones estatales de todos los niveles y modalidades educativas”, financiado mediante un sistema que garantice su carácter permanente, directo, pertinente y suficiente, “a través de aportes bases, a fin de cumplir plena y equitativamente con los fines y principios de la educación”.
En estos párrafos reside la esperanza de que el sistema de universidades del Estado se fortalezca, crezca y avance en calidad y excelencia. No se trata de eliminar a las universidades privadas, tradicionales o más nuevas, sino a la legítima exigencia de un nuevo trato del Estado para con sus casas de estudios.
Un trato que nos permita cumplir con la misión de ser espacios laicos y plurales para la generación de conocimientos, de promoción social, de inclusión, de innovación y de formación de profesionales críticos, íntegros e integrales. Por ello es ineludible que se consolide una nueva relación entre el Estado y sus planteles universitarios, sin la cual será muy difícil avanzar en una sociedad más justa y democrática.