Corre el primer trimestre académico y surgen nuevas denuncias públicas sobre acoso sexual en los barrios universitarios, específicamente en la comuna Santiago, creciendo la sensación de inseguridad de las mujeres que habitan en la capital y que deben realizar extensos traslados en el transporte público.
Según el Observatorio Contra el Acoso Chile (OCAC) el 93,8% de las mujeres ha sufrido algún tipo de violencia sexual en el transporte y espacio públicos. Evidencia de ello son las estremecedoras denuncias de este tipo de vulneraciones en las cercanías de los recintos educacionales. La violencia de género se vuelve un tema necesario de hablar, no sólo porque afecta a las mujeres en los espacios públicos, si no porque también se reproduce y manifiesta al interior de colegios y universidades replicando múltiples prácticas discriminatorias y violentas que se viven en lo cotidiano.
De acuerdo a la IV Encuesta de Violencia contra la mujer en el ámbito de violencia intrafamiliar y en otros espacios (ENVIF-VCM) de la Subsecretaría de Prevención del Delito, es estadísticamente significativo el aumento de la prevalencia de violencia hacia las mujeres en el ámbito educativo, cuya cifra aumentó entre 2017 y 2020 en un 4,2%.
Esta se puede manifestar a través del importante grado de normalización en los currículos académicos, y en los debates en las salas universitarias. Ejemplo de ello es la utilización de un lenguaje sexista o la baja participación de las mujeres en dichos diálogos, siendo mecanismos de subordinación y opresión cotidiano para las mujeres en el ámbito universitario.
Relevar esta preocupante normalización, no sólo busca visibilizar su transversalidad y la direccionalidad hacia las mujeres. También trata de problematizar los mecanismos que existen para desmantelar los orígenes y las bases que estas violencias tienen y que permiten que se reproduzca en distintos espacios, entre ellos, el educativo.
Este giro reflexivo no es innato y requiere que las organizaciones y las personas tomen acción de manera articulada como parte del problema. No hablamos de conflictos o desacuerdos aislados, más bien nombramos la problemática de la violencia de género en que se imbrica el poder como un asunto que no es entre privados, que requiere cambiar nuestra perspectiva y sumarnos a la solución.
Todo lo demás es parte del problema: caer en la espectacularización de la violencia, operar en base a un ideal de víctima y patologizar a quien la ejerce. Parte de la solución es desnaturalizar la violencia, entender su sistematicidad sin dejar de considerar lo singular que puede haber en cada experiencia. Es también reflexionar respecto a las causas, su relación con los roles y estereotipos de género entramados en el sexismo.
Si bien es cierto que estos estereotipos son aprendidos en mayor medida durante el proceso de socialización en la primera infancia, estos se refuerzan en la adultez, llegando a ser pautas cada vez más rígidas, fundamentadas en prejuicios e ideas preconcebidas respecto de lo femenino y masculino.
Frente a la pregunta sobre cómo la educación superior toma esta crisis para ser parte de la solución a la violencia hacia las mujeres, la respuesta podría ser que la institución considere que el proceso de socialización no es único ni estático. Por lo tanto, es posible aprender nuevas formas de relación relevando el carácter clave de la educación superior en posibilitar el desarrollo de pensamiento crítico que permita desde las disciplinas y su propio quehacer, relacionarse con nuevas coordenadas basadas en la igualdad y no discriminación.
Quienes han sido pioneras en estas discusiones son las organizaciones feministas como Red de Docentes Feministas, Redofem; la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres y los movimientos estudiantiles y feministas en las mismas universidades. De hecho, en el 2006, las demandas históricas del movimiento llamado “Revolución Pingüina” fueron más allá de “la educación gratuita y de calidad”, incorporándose en el pliego de reivindicaciones la noción de educación no sexista.
En la actualidad, las instituciones de educación superior tienen un nuevo desafío normativo por delante: la Ley N° 21.369 que regula el acoso sexual en el ámbito de la educación superior y tiene por finalidad establecer ambientes seguros y libres de violencia de género para todas las personas que se relacionen en las comunidades universitarias.
Central será la política integral contra el acoso sexual, la violencia y discriminación de género, que contendrá un modelo de prevención. Con él, se busca reducir las consecuencias de la violencia sexual en la educación superior que, desde el prisma de salud mental, se manifiestan en la prevalencia de estados de ánimo depresivos y desilusión que afectan a nivel emocional, social, laboral o académico; que suelen permanecer en el tiempo, prolongando los períodos de angustia, soledad, pena y marginación del entorno social. Estos malestares también se reflejan en las trayectorias laborales y académicas de quienes integran las comunidades.
Ser la antesala, prevenir con educación no sexista para cambiar la mirada, para ser parte de la solución co-construyendo una educación para la igualdad, que reflexione respecto a las formas y efectos de la violencia de forma estructural y subjetiva para producir cambios individuales y sociales.
En palabras de la antropóloga Rita Segato, se trata de un proceso en que es clave el autoconocimiento, tratar de “poner al alcance de las personas un vocabulario que permita un camino de interiorización, exponer y hacer accesibles a la mirada y a la comprensión, las estructuras que movilizan nuestro actuar”. La invitación es a practicar la igualdad de género desde su propio quehacer para aportar al cambio cultural asumiendo que innegablemente somos parte del problema si no nos implicamos en ser parte de la solución.