Dicen los fundamentos de la democracia representativa liberal que el ideal democrático se sustenta en un sistema de elecciones periódicas donde la ciudadanía, previamente informada, participa de ellas y decide, a través del voto, lo que le parezca mejor. Esta es una visión liberal de la democracia que las derechas del mundo (las democráticas) dicen abrazar.
En vista de lo ocurrido con el affaire “distribución de constituciones gratuitas” y la crítica de un sector político (que va de la ultraderecha a una autodenominada centro-izquierda) a uno le queda bastante claro que dicho espectro político aún no se sacude de su estampa antidemocrática, elitista y colonial. Lo anterior, lo sostengo en base a tres razones.
Respecto a su estampa antidemocrática, la podemos observar en la crítica al Estado por distribuir el documento sobre el que votaremos (nada más y nada menos) el destino del país. Me refiero a la Constitución.
Es decir, cuando el Estado ha buscado entregar información que permitiría a las personas tomar una decisión fundada e inclinarse por una opción el día del plebiscito, cierto sector ha señalado que existe un intervencionismo de parte de un Estado que debe informar.
E informar, bajo mínimos criterios comunicacionales, no implica sólo dejar un texto en una vitrina, sino buscar que éste alcance a las personas a partir de la difusión de su existencia y contenidos. ¿Se sostiene la crítica, entonces, de acuerdo con los lineamientos de la democracia representativa liberal? No. Y desde mi perspectiva, el Estado debió haber hecho mucho más para brindar más y mejor acceso al texto, llegando a todo el territorio con instancias que permitiesen conocer en profundidad la propuesta.
Ahora, la razón por la que dicho sector no se sacude de su estampa elitista es tanto cultural como política. Tiene que ver con la manera en que han configurado lo público y definido quiénes son los sujetos de habla válidos para ejercer la voz en dicho ámbito. Cristian Warnken y Mario Waissbluth, dos personas que han ocupado medios e instituciones de connotación nacional – y que hoy se tornan casi omnipresentes, apareciendo en los televisores del metro, en medios de prensa en papel y online, en la publicidad de YouTube, entre otros – han señalado que carece de sentido distribuir la Constitución, porque la gente difícilmente va a entender lo que lee.
Es decir, anticipan que la ciudadanía no va a ser capaz de comprender la propuesta (que ellos sí dicen entender) y que, por lo tanto, todo el ejercicio de distribución de textos constitucionales carece de sentido. La situación se vuelve paradójica, y triste, al observar que el pasado de ambos señores se liga a instancias de fomento de la lectura y de mejorar la educación en el país. Pero más allá de la tristeza, lo que se sostiene acá es que el ejercicio propio de la democracia liberal – que la gente se informe a través de leer –carece de sentido porque, en simple, para ellos “la gente es…” (complete la oración usted con su creatividad).
Ambas razones no son ajenas a la historia de las democracias en Chile, y de América Latina, y nos permiten llegar a la, aún existente, estampa colonial del escenario político local. Tal estampa sobrevive ligada a estructuras de clase, pero permanece igual en lo medular: profundizar la configuración en que el nativo, la colonizada, la masa, el roto, no se concibe como sujeto de habla ni portadora de conocimiento, sino como un ser eminentemente errado, cuya razón no es válida y donde la única opción de desarrollarse es seguir el camino de la “luz”, ir detrás de la razón de una élite.
Bajo dicha cultura y sus múltiples maneras de simbolizar, comunicar, educar, y formar, se ha cultivado un marco donde la autopercepción que se ha buscado para la población es la de ser ignorante, de no portar conocimiento, de no contar para nadie (salvo la familia) y de estar muy lejos de ser legítimos/as portadores/as de voz. Esto, que no es nuevo, lo podemos ver en algo tan burdo como las intentonas de desacreditar e impedir que las personas lean y voten de acuerdo con lo que estimen de un texto que va a ser clave en sus vidas y de su futuro.
Si uno careciera de conciencia territorial e histórica (en simple, ser conciente de donde uno vive), se sorprendería de que un sector importante de la sociedad política chilena no logre abrazar los mínimos parámetros de la democracia representativa liberal, cuando – en principio – debiera hacerlo. Pero no sorprende.
Y no lo hace porque lo que ocurre en el Chile de hoy es lo que quienes se dedican a estudiar estos temas denominan colonialidad: la extensión de las formas de la colonia en la vida de las naciones independientes, bajo instituciones y sujetos que, enarbolando una bandera nueva, replican y renuevan viejas opresiones.
Cuando observamos, desde una clave comunicacional, política y cultural, el presente de Chile y recordamos la historia, vemos que lo que dicha colonialidad se juega hoy no es poco. ¿Qué se juega? Que, por primera vez en la historia de Chile, sean sus habitantes quienes decidan cómo vivir en el país donde habitan.