“Sex Education”, tanto en su tercera temporada estrenada el 17 de septiembre como en las dos anteriores, pone en cuestión el carácter temprano de la actividad sexual de las actuales generaciones, así como su manera de asumir este ritmo acelerado.
El interés de esta serie de adolescentes, con una estética muy pop, residía hasta el momento en el montaje de las temporalidades de narración de dicha aceleración.
En las dos primeras temporadas, se problematizaba la asincronía de las sexualidades y las identidades con las fases del desarrollo de est@s jóvenes. Incluso una sexóloga, Jean F. Milburn (interpretada por
Gillian Anderson, madre del personaje principal Otis), encontraba dificultades para prever y anticipar correctamente cronologías y duraciones en este proceso de aprendizaje de los cuerpos y las sexualidades.
La dificultad, en esta tercera temporada, reside sin embargo en el despliegue de una disincronía narrativa, es decir, la pérdida de la duración que se manifiesta en la separación entre los acontecimientos de la historia. Mostrar la asincronía (del despertar sexual) por una disincronía (del relato), tiende más a producir una frustración que un logro de sintonía con el telespectador.
Entendámonos bien, en este nuevo opus así como en los anteriores, no se ve ninguna originalidad ni experimentación, el tiempo cronológico de la historia y el orden de los hechos en el relato siguen el mismo ritmo en la narración de los ocho capítulos; un tiempo lineal. Pero este ritmo ya no ordena el relato y la narrativa, la mirada no avanza.
Las temporalidades parecen superpuestas. Como mal augurio, la tercera temporada se condensa en su primera escena, inútilmente provocadora: muestra de manera simultánea las experiencias sexuales de tod@s y cada un@ de l@s protagonist@s, al sintetizar el verano de l@s estudiantes de Moordale.
Esta superposición temporal no da a la serie el tiempo de trabajar las identidades, que se vuelven arquetipos. Algo paradojal luego de dos temporadas que muestran la necesidad de la duración para escuchar cuerpos, deseos, pulsiones y/o fantasías; para aceptarse...
En esta temporalidad saturada y dispersa, la narración pierde fluidez, la escritura es caricatural, va de excesos en excesos. Lo romántico se vuelve tan elástico como un marshmallow; las líneas narrativas principales son cursis, y las líneas secundarias –muchas veces más esperanzadoras– no se profundizan, como en el caso, por ejemplo, de los personajes del ex director de Moordale, Michael Groff (Alistair Petrie), el personaje no- binario Cal Bowman (Dua Saleh) o la neoliberalización de la educación, con sus rastros de autoritarismos y su política que fragmenta las identidades para aniquilarlas.
Detrás del barniz del marketing y del dinamismo pedagógico, las casillas identitarias, las vestimentas y la censura hacen una contraofensiva que el telespectador sabe condenada al fracaso desde un inicio…
Por lo menos desde que Hope, la nueva directora (Jemima Kirke), destruye el lugar que era el teatro de las confesiones sobre identidades y sexualidades en las dos últimas temporalidades. Al igual que la relación amorosa de los sexólogos aprendices de las dos primeras temporadas, Otis y Maeve.