La recepción de Stranger Things 4 (Netflix, 2022) parece ser todo un éxito. Tiene el récord de la serie más consumida en su primera semana de lanzamiento. Su banda original ha liderado los charts con Running Up That Hill (Kate Bush). Ha sido calificada como la “temporada de la madurez”.
No deja, sin embargo, de interrogar. ¿Qué es lo que estaríamos viendo, sino una narrativa que reproduce mecánicamente los mismos esquemas? ¿Qué nos dice la serialización de Stranger Things 4?
Las preguntas no son obvias. La construcción de esta cuarta temporada en dos partes responde a otra estructura, más aún al proponer dos últimos capítulos finales larguísimos que podrían ser películas (entre 80 y 140 minutos). Por primera vez, el mundo de Stranger Things ya no se concentra en el pueblo de Hawkins y viaja entre California e Indiana, Alaska y Kamchtaka. Toda la temporada está tensionada hacia el retorno y la reunión de todos los protagonistas en esta ciudad, otra novedad del guión.
En este camino, se revelan elementos sobre la niñez de Eleven, que aportan mucho a la comprensión del relato general de la serie. Contribuyen también los poderes psíquicos del monstruo-villano, Vecna, que permite a los guionistas explorar las intimidades y emociones de los personajes, precisamente cuando entran en la adolescencia y sus sufrimientos.
Y la ambientación de estos sentimientos adolescentes conflictivos en los ochenta -con explícitas referencias culturales- sigue surgiendo directa y nostálgicamente de los Gremlins y los Goonies, con un toque fotográfico de Starfighter. Resulta coherente, y el trabajo estético es sin duda una de las cualidades de esta ficción.
Entonces, ¿de dónde viene esta sensación de estar viendo lo mismo una cuarta vez? Probablemente, de la distancia que existe entre este “proyecto-madeleine” de los Duffer Brothers y la mecánica de esta nostalgia. En la construcción narrativa de la temporada y sus capítulos, todo empieza igual: un grupo de nerds rechazado y sufriendo bullying que tiene su revancha contra una sociedad que no entiende lo que está pasando y se espanta; manipulación comportamental y psíquica; persecución gubernamental y militar; oposición con la Unión Soviética; un supermonstruo que no es más que la matriz de los villanos de las temporadas anteriores… y una heroína que ya es definitivamente deus ex machina. Nada nuevo bajo el sol californiano (donde emigró la familia Byers con Eleven al final de la tercera temporada, para protegerla).
Capítulos enteros (5, 6 y 7 en específico) se construyen sobre diálogos muy largos, túneles de réplicas que estropean el relato y la narrativa en el sentimentalismo de la nostalgia. Incluso Vecna, monstruo-villano demasiado parlanchín, se empodera de los mortales a partir de sus fallas y remordimientos. Pareciera rellenar un vacío a lo largo de capítulos -insisto- demasiado largos. ¿La serie y sus creadores habrán perdido inspiración? Lo seguro, es que cayeron en una fórmula reproducible al infinito.
La serialización llega a ser una modalidad mecánica que determina la fabricación de la serie y busca, en este caso, esconder detrás de referencias nostálgicas y personajes simpáticos, decisiones comerciales que permiten fidelizar a los usuarios de Netflix y extender la vida del producto ficcional en esta feroz competencia que libran las plataformas de video bajo demanda.
Stranger Things no logra tener fin. Se queda en una zona de confort, replicando esquemas y dando vueltas sobre sí misma, para mantener el programa activo y generar consumo. La sobredosis de nostalgia y su administración mecánica evidencian, in fine, que poner un punto final a una serie de ficción televisiva sigue siendo un desafío decisivo para construir un propósito, una finalidad narrativa, y evitar que la serialización sea mera extensión comercial.