Es difícil imaginarse el mundo sin Pelé. Más allá de las veredas futbolísticas, de las nacionalidades, de los matices, de los paladares, Pelé está en otra esfera, simplemente en otra órbita.
Realizar un recuento a su carrera sería reiterar una historia que de leerla o escucharla parece increíble: hizo casi 1.300 goles. Fue tres veces campeón del mundo. Jugó 14 partidos en Mundiales y anotó doce goles. Fue el mejor del mundo, todos los años, por más de 15 años consecutivos.
La dimensión de Pelé escapa los márgenes de una cancha de fútbol. Cuando la FIFA quiso convertir al fútbol en el deporte más popular del mundo, uso la imagen del brasileño como el gran símbolo, el emblema estelar, el sinónimo de lo que todos soñamos hacer con una pelota. Cuando quiso llevarlo al mercado norteamericano usaron a Pelé como principal atracción.
¿Cómo será el mundo sin Pelé? Cuesta imaginarlo. Su partida terrenal es un hecho. Vienen homenajes, funerales masivos, demostraciones de afecto, de respeto, de idolatría, de reverencia. Pero el concepto Pelé es infinito, es inmortal y no cabe en ninguna categoría.
La leyenda cuenta que Pelé quedó impactado al ver a su padre derrumbado tras la derrota brasileña en el Mundial de 1950 ante Uruguay. Con diez años le juro a Dinho que algún día llevaría la Copa del Mundo, esa esquiva, esa que perdieron en la más triste de las tardes. Ocho años después le cumplió esa promesa a su padre.
En el ocaso de su vida le preguntaron qué lo había motivado a dedicarse al fútbol. Pelé contestó que lo único que quiso fue jugar a la pelota, como lo hacía su papá.
El Rey ha muerto. La pelota está triste. Pero Pelé vivirá para siempre, mucho más allá de la memoria, más allá de la muerte.