“¿Cómo te vamos a convencer nosotros, que somos unos muertos? Hacé lo que vos quieras, Lionel, pero por favor pensá en quedarte”.
Chile le acababa de ganar a Argentina la final de la Copa Centenario. Era junio del 2016 y por segunda vez, en dos años consecutivos, la selección albiceleste perdía en la instancia decisiva contra un rival al que siempre le ganaban y que miraban, hay que decirlo, con cierto desdén.
Ese día en New Jersey, Lionel Messi perdió un penal en la tanda que definió al campeón. Tras el partido el rosarino anunció que se alejaba del combinado nacional. Las críticas arreciaban y él era el blanco principal de los detractores, quienes le enrostraban perder la final del mundo el 2014, la final de la Copa América el 2015 y la Centenario el 2016.
En un acto espontáneo, un chico de 15 años le escribió un posteo en sus redes sociales. Un mensaje de apoyo y amor incondicional. Ese muchacho quinceañero era Enzo Fernández. Seis años después estaba junto a Messi levantando la Copa del Mundo.
“Mirémonos al espejo y preguntémonos si nos exigimos a nosotros mismos el 1% de lo que le exigimos a este muchacho que ni conocemos. Como vamos a convencerte nosotros que nos cuesta ver que en el mundo entero te halagan”, escribió Fernández sin siquiera imaginar que en su porvenir estaría compartir vestuario y campaña con quien era su ídolo.
La importancia de los referentes escapa los análisis estadísticos y futbolísticos, la lógica terrenal, la frialdad de los argumentos. Defendemos a quienes admiramos más allá de los plausible. Cómo escribió alguna vez Sacheri, a propósito de su amor por Maradona, “le permitimos cosas que a nadie le permitimos”.
El fútbol es un juego colectivo, pero a menudo aparece un faro que nos va guiando, un lazo invisible que supera los años y que a menudo nos traslada a la época en que sólo soñábamos y la pelota era la compañía predilecta. Sin saber qué haríamos con nuestra vida. Y sin saber si nuestro referente iba a ganar o perder. Para admirar, el triunfo y la derrota es una línea en el agua. No marca la verdadera diferencia. La distinción está alojada en otro sitio. En creer. En seguir. En avanzar.
“Esto no es para mí”, dijo un atribulado Messi tras perder esa final con la Roja de la generación dorada. Enzo escribió: “Jugá para divertirte, que cuando te divertís no te das una idea de lo que nos divertimos nosotros. Gracias y perdón”.
Fernández agradece y se disculpa por el maltrato que otros habían propinado a su ídolo. Si Dios existe, es guionista de fútbol y puso en el mismo camarín a ese quinceañero con su referente. Y le permitió ser campeones y acompañarlo el día en que nadie, nunca más, le iba a criticar que le faltaba algo por ganar, porque acababa de ganarlo todo. Una Copa del Mundo. Y el respeto de los incrédulos.