¿Cuántas veces hemos escuchado la frase “la vieja” hizo esto o aquello? Una expresión aparentemente inofensiva que reúne dos formas de discriminación profundamente arraigadas: el edadismo y el machismo.
¿Por qué “vieja”, no “viejo” o mejor esta persona? ¿Por qué asociar la torpeza, el error o incluso una simple incomodidad con una mujer mayor? Porque los prejuicios no son reflexiones razonadas. Operan como atajos mentales, respuestas automáticas que reflejan los sesgos de nuestra sociedad. Algo ocurre —un accidente, un malentendido, un error y para qué hablar de la convivencia automovilística— y en el cerebro de algunas personas se dispara una asociación inmediata: mujer y mayor.
Esta combinación de edadismo y machismo es especialmente cruel con las mujeres mayores. Por un lado, el edadismo las margina al verlas como “obsoletas”, “cansadas” o “menos útiles”. Por el otro, el machismo refuerza la idea de que las mujeres solo son valiosas en tanto cumplen ciertos estándares de juventud. Una visión que limita las posibilidades de las mujeres mayores de participar plenamente en la sociedad, preservando una narrativa en la que se las percibe como una carga cuando no lo son.
Para combatir este doble prejuicio es fundamental cuestionar las frases automáticas, reflexionar sobre lo que decimos y preguntarnos de dónde viene.
En un país donde la expectativa de vida será superior a los 85 años en el 2050 es imprescindible educar sobre el impacto que tienen estas expresiones en la forma en que pensamos y tratamos a los demás.
Cambiar esta narrativa es posible, pero requiere que identifiquemos estos prejuicios. Nadie dice que sea fácil pues la expresión “la vieja” o “mi vieja” es común, demasiado común en nuestra comunicación diaria.
Y por cierto, no es solo una cuestión de lenguaje, es una cuestión de equidad en una sociedad donde predicamos la inclusión. Ojalá la inclusión no se convierta en otro lugar común o excluya a las mujeres mayores.