Nunca vi un tipo pegarle a la pelota con más fuerza que Juan Carlos Orellana, el zurdo de Barrancas. Era un niño. Curicó recibía a O’Higgins en el estadio La Granja. Ambos estábamos en Segunda División, esa que los ignorantes llaman “los potreros”.
Orellana ya peinaba canas. Tiro libre a 30 metros del arco y le pega con tal violencia que escuchamos el roce de la pelota cortando el viento, como una daga afilada. La esférica impactó en el poste y juro, por mis recuerdos intactos, que el travesaño se movió por varios minutos. Pese a que el juego prosiguió por otros sectores de la cancha, mi atención continuó centrada en ese travesaño que todavía se movía.
Este jueves 10 de noviembre Juan Carlos Orellana falleció. Tenía 67 años. Pertenece a ese tipo de jugadores que no sólo recordamos, sino que sentimos el deber de proyectar lo que fue su campaña deportiva, para que las nuevas generaciones conozcan, aunque sea por referencia, a hombres que dejaron una estela inolvidable en las canchas de este lado del mundo.
El zurdo de Barrancas pertenece a ese tipo de jugadores que son entrañables, más allá de las camisetas que vistieron. Identificado con Colo Colo, era respetado por azules, cruzados, rojos, verdes y naranjas. Era uno de esos futbolistas que jugaban por un club, pero eran un poco de todos. Como Leonel. Leones es la U. Siempre fue la U. ¿Quién puede no respetar y hasta querer a Leonel? O a Caszely. O a Don Elías. O al zurdo de Barrancas.
En tiempos donde las veredas parecen tan lejanas, el recuerdo de Orellana nos lleva a un lugar que no podemos olvidar: todos queremos ganar, pero el origen de este juego radica en algo mucho más profundo y que debemos atesorar. Está en el cariño, en la genuina pertenencia, en el hechizo que aún genera una pelota rodar, más allá de los dólares y los euros que se transan en oficinas.
El ídolo de antes era un tipo cercano. Uno que estaba lejos de las luces y cerca del aficionado. Que te lo topabas a menudo en la calle. Que no vivía en lugares tan exclusivos. Que te daba los buenos días si te lo topabas de frente, aunque no te conociera. El ídolo de antes reflejaba un Chile de antes, donde nos queríamos un poquito más.
Se fue el zurdo de Barrancas y juro que ese poste se movió por varios minutos. Tantos, que a un niño como yo le parecieron infinitos. Tanto, que tres décadas después aún lo recuerdo, con asombro, sorpresa, recordando los días en que ir al estadio era una instancia para buscar algo parecido a lo que llaman felicidad.