Parece exagerada la polémica que por estos días ocupa al mundo político respecto a las próximas elecciones de octubre. La idea de realizar la elección en dos días, lejos de ser inédita (se hizo durante buena parte del siglo XIX), no representa una excentricidad. Más bien, demuestra la dificultad que siguen teniendo las sociedades para cumplir con una tarea impuesta: hacer votar.
Toda la evidencia indica que estamos frente a un problema antiguo. Un solo ejemplo: la previa de la primera elección con sufragio universal en Francia (1848). La preocupación en los meses previos al evento fue tal que se encargó a una comisión de matemáticos, dirigidos por Augustin Cauchy, la estimación, entre otras cosas, de cuánto tiempo tomaría el conteo de votos. Para su sorpresa, el cálculo fue nada más ni nada menos que de….354 días (Deloye and Ihl, Le Vote, Presses de Science Po, 2006).
A la luz de este informe, dos momentos de la mecánica electoral resultaban críticos: la cantidad y la distribución de las mesas de votación y la cantidad de candidatos que se presentaban a cada elección. Ambas circunstancias hacían prever, en conjunto con otras de tipo formal como el hábito del voto escrito, un trabajo interminable para los vocales de mesa y las comisiones electorales.
El lector lo habrá comprendido: ninguna de estas circunstancias parece un cuadro lejano de lo que hoy se plantea en Chile como una controversia mayor. En este caso, el crecimiento exponencial del cuerpo electoral nacional con la entrada del voto obligatorio inquieta sobre todo por la naturaleza del tipo de elección. Si bien no se trata de la primera elección con este régimen de votación, también es cierto que estas experiencias se han dado en el contexto de una oferta política acotada (pocos candidatos y opciones dicotómicas), lo que hace de la próxima elección un escenario de mayor incertidumbre.
Es justamente para reducir los tiempos del conteo manual que en otros países se ha optado por automatizar este proceso. Soluciones son muchas, siendo la última la introducción de máquinas de votación. No obstante, el así llamado voto electrónico no termina de convencer ni a las autoridades electorales ni a la opinión pública. Las recientes experiencias de Estados Unidos y Brasil han hecho mala fama a esta solución tecnológica. En el caso de Chile, variables sociológicas y políticas explican el apego a un sistema de voto patrimonializado, altamente valorado por la ciudadanía por su rapidez.
Frente a la disyuntiva por avanzar en la quimera tecnológica, considerando además el costo económico de implementar un sistema de voto electrónico que se ocupa en uno de tres ciclos electorales, el riesgo reputacional que implica este cambio y su real utilidad para el caso chileno, la alternativa de desarrollar la próxima elección en dos días parece más que sensata (y menos costosa).
En cualquier caso, se trata de una decisión que, sin estar desprovista de matices políticos, requiere de una buena cuota de análisis técnico y de ingeniería. Se trata entonces de discusión sobre alternativas tecnológicas, más cercana a los debates que pudieron sostener Condorcet y Cauchy en los inicios del sufragio universal que a los acalorados debates ideologizados que parecen cada día más frecuentes en nuestra democracia.